domingo, 4 de diciembre de 2011

EN LA DIANA DE IRENE

Una cámara va rastreando asfalto, calles y edificios mientras su portadora camina por las calles casi desiertas de Manhattan un 27 de agosto, al mediodía. Zara, Converse, Hilfiger, Prada, Appel, las conocidas marcas de la calle Broadway cuyas persianas están siempre levantadas para recibir a los ríos de turistas que llegan a diario, han cegado sus escaparates con chapas de madera firmemente clavadas y sacos de trinchera se amontonan en sus puertas. Como si de una epidemia se tratara, las ventanas de los rascacielos están marcadas con una cruz de cinta adhesiva para que el viento no rompa los cristales. Podría ser el escenario de una película o un vago espectro de la gran tragedia vivida en el 2001, pero no, se trata de un escenario real y la portadora de la cámara soy yo misma. Es Nueva York, la gran manzana, en la víspera de la llegada a la ciudad del Huracán Irene.


Salimos de Brooklyn sobre las 10:30 horas de la mañana. El metro sigue en funcionamiento y no queremos perdernos un día que, de momento, salvo por la lluvia, parece tranquilo. El huracán no tocará tierra hasta mañana. Pero basta con poner un pie en el vagón para contagiarse del ambiente general: una sensación eléctrica, un tiempo de espera, incertidumbre, ojos en alerta. Nos apeamos en Wall Street, en la zona más al sur de la isla, queremos visitar la Zona Cero. Empieza a llover con furia, del modo en que lo suele hacer en esta ciudad: las gotas se juntan todas a una y en apenas unos segundos las aceras rebosan pequeños torrentes y apenas hay espacios donde guarecerse de la inmensa cortina de agua; llueve como lo haría en la isla que palpita bajo el asfalto. Cesa la lluvia. Queremos ver la Iglesia de St. Paul pero solo encontramos abiertas las puertas de la Trinity Church. Entramos, es reconfortante la penumbra y el olor a cera quemada. Pero el guardia tiene prisa, la zona será cerrada al paso humano en unas horas. Seguimos andando y pasamos junto a St. Paul; aunque no podamos entrar, lo que vemos a través de la verja, resulta sobrecogedor: decenas de lápidas se amontonan en los jardines, tumbas antiguas -algunas de los colonos holandeses que poblaban el lugar cuando la ciudad se llamaba Nueva Amsterdam- que contrastan con los expositores metálicos colocados bajo el porche en los que, mediante testimonios y fotografías, se narra la tragedia del 2001. La iglesia de St. Paul, cuya silueta se recortaba contra las propias Torres Gemelas, no sufrió daño alguno aquel aciago día, aunque a su alrededor reinase el caos y el espanto; fue refugio para todos los que buscaron entre los escombros en las semanas sucesivas.

Un poco más adelante está la tristemente célebre Estación de Bomberos nº 10, junto al agujero que aquel 11 septiembre dejó de ser el World Trade Center. Gracias al huracán, tenemos la suerte de caminar prácticamente a solas por un espacio habitualmente muy concurrido. En la pared externa de la estación, mirando hacia el agujero en obras, hay un monumento en bronce a los muchos bomberos caídos bajo las torres. Estamos allí, nuestras manos cogidas a la alambrada que muestra la nada y el todo que el atentado dejó. Miro hacia el cielo gris y observo que la misma bruma espesa cubre la oquedad que en el cielo dejaron las torres y la nueva estructura que, entre grúas, crece hacia arriba, como un grito de perseverancia, una proclama de esperanza. Vuelve a llover, desplegamos paraguas y nos cubrimos con los chubasqueros. Las chimeneas de ventilación de los túneles del metro exhalan pequeñas humaredas; resultaría irreal -¡lo hemos visto en tantas películas!- si no fuera porque mi hija camina entre ellas, con su paraguas rosa y el chubasquero rojo. Dejamos atrás Wall Street y el insólito espectáculo de ver vacías las calles que rodean la Bolsa de Nueva York.

Queremos comer pringosos donuts americanos y entramos en un Dunkin Donuts que encontramos abierto. No queda casi nada en los estantes pero nuestro goloso apetito se conforma con una especie de pequeños buñuelos rellenos de crema. No obstante, la dependienta empieza a meternos en la bolsa mayor cantidad de la solicitada, le decimos que no queremos tanto, “da igual, da igual, no se hacen malos, por el mismo precio, quiero irme, quiero irme ya”. Hay auténtico temor en la mirada de la señora: no es ciudad para andar haciéndole remilgos a las alertas de catástrofe.

Otra vez llueve a cántaros. Enfilamos la Avenida Broadway hacia Times Square. Los pocos turistas que circulan se plantan en mitad de la calzada disparando fotos sin parar a las largas líneas y cuadrículas urbanas sin tráfico, sin gente, sin comercios abiertos. Parados en un semáforo, vemos pasar ante nosotros varios todoterrenos militares, uno tras el otro. Infantería a la espera, como el aire que, de repente, parece quieto, repleto de un silencio antinatural, metálico. Se puede palpar la inminencia, la amenaza de ese algo desproporcionado que se cierne sobre la ciudad. Sentimos miedo, ahora sí. Nos topamos, casi sin darnos cuenta a pesar del largo paseo, con Times Square, cuyos luminosos carteles parecen hoy desvaídos. No hay espectáculos a pie de calle, no se venden entradas para los teatros y hasta la bola brillante, esa que anuncia el Año Nuevo en todo el mundo, parece amedrantada, como recogida sobre si misma. Entramos en una tienda de souvenirs  y el dueño, desde la caja, grita sin ningún tipo de amabilidad “ya no más gente, se acabó, se acabó, hay que cerrar, fuera todos”.

El metro de Nueva York no para nunca, porque con él se para la ciudad. Hoy, después de las doce del mediodía, todas las bocas del metro están cerradas. La simpleza de una cinta de plástico puesta en cada acceso cortando el paso a las estaciones produce desasosiego. No aguantamos más y cogemos un taxi que nos lleve a Brooklyn, al refugio de nuestro alojamiento. Son las cinco de la tarde. Cuando cruzamos el puente de Manhattan quisiera poder estar afuera para hacer una foto de nuestro transporte amarillo recortado sobre la silueta gris de la ciudad que vamos dejando atrás: una masa compacta en la bruma, sin apenas perfiles.

Dormimos poco. El furioso caer del agua es una sintonía constante durante toda la noche. Amanece el 28 de agosto con los aeropuertos cerrados. No podremos regresar a Valencia hasta varios días después. Sin embargo, al final, el huracán ha sido benévolo con Nueva York: inundaciones en determinados barrios y en la zona baja de la Gran Manzana y una enorme cantidad de hojas y ramas tapizando las calles de Brooklyn. Poco más que una de nuestras gotas frías. Volvemos a pronunciar el hermoso nombre de mi hija sin temor: Irene.



Amparo López Marzal
2 de diciembre de 2011

sábado, 3 de diciembre de 2011

DEBERES TALLER ESCRITURA CREATIVA FNAC






Dulce Quimera

Tu cuerpo se ofrece
en dulce delirio.
Un pincel de chocolate
configura la caligrafía
del deseo
en tu piel.
Se desliza por tu pecho,
las palabras abren caminos
inusitados
por los recodos
del ansia,
agostándose 
en dulce quimera.
El pincel desciende,
precipicio del deleite,
caos de lenguas 
y de labios.
Surca ahora tus dedos,
deposita cinco palabras
libadas al instante.
Tres puntos yacen suspensivos
sobre tu boca. 
                   
                              MJ.

Love theme Blade Runner

(Esta es mi aportación para el próximo taller de poesía, la verdad es que el temita se las trae " Poesía amorosa, erótica y gozosa". Ya sabéis que suelo ser más recatada en mis poemas, pero la ocasión lo merecía y yo siempre he sido  alumna aplicada :). Se recomienda leer el poema con el enlace musical que pongo al final, o no.